Todos, cuando escribimos, cuando pintamos o creamos algo, en algún momento de nuestra actividad —y digo en algún momento por no decir en muchos momentos— nos preguntamos qué estamos haciendo. Y lo malo es que muchas veces nos respondemos con dolor y pocas ganas, alegando que lo que hacemos es basura, que no merece la pena, que no hay sustancia, que no tenemos lectores, que para qué tanto tiempo en la nada.
Muchas veces nos respondemos que no merece la situación, que lo mejor es dejarlo. Pues bien, el otro día me avisaron que esto es normal, que nos sucede a todos y todas, y que no hay que hacerle ni puñetero caso.
Yo ya sabía que somos dos los que escribimos, que en realidad junto al “YO” creador y escritor está escondido y sale muchas veces a primera plana el “YO” crítico, el censor y vago, el que quiere justificar todo y busca el beneficio rápido, sea del tipo que sea.
Nunca desde luego económico.
Pero lo que no sabía es que este “YO” cuando sale, entre sus funciones tiene la de decirnos que somos malos de solemnidad, y que esta forma de comportamiento interno se da entre los grandes escritores y entre los basurillas como —por ejemplo— yo.
Es decir, nadie se libra de ese “YO” “rebordenco” que fastidia y busca que lo dejes todo sin terminar, que abandones.
Debe ser el “YO” creativo el que un tiempo después, con la tranquilidad de la revisión diga si lo que se hace merece la ocasión o realmente es mejor tirarlo a la papelera.
Si, los grandes escritores tiran a la papelera muchas ideas y hojas escritas, pero claro, con esa basura cualquiera podría construir maravillosas novelas. Con la mía, ni yo mismo la releería nunca.