Aquella puerta no abría la nada, si acaso el todo ya sucumbido por su nada.
Aquellos cerrojos se dejaban engañar incitando a ser poseídos, pero escondían la oscuridad.
Las manos que pusieron aquellos clavos ya no estaban para enderezarlos. Se oxidaron junto a los herrajes.
Nadie miraba cuando yo me posé sobre su quicio intentando ver el interior.
Pero sin mirar, si que era observado con miedo por quien no entendía mi capricho por los hierros. Se preguntaba quien era yo, sin saber que en ese momento era la vida, pues ya nunca nadie se fijaba en la belleza de los hierros oxidados. No corrió los visillos hasta que yo me hube ido del lugar.