Veía esta semana la excelente exposición “Alejandro Magno. Encuentro con Occidente” en el Canal Isabel II de Madrid, y entre los numerosos objetos que se muestran hay una serie de cerámicas de arcilla con textos en relieve que enseñan manuales de muy diversas procedencias, incluso una tabla de multiplicar para escolares, y todas con más de 2.000 años de antigüedad.
La sensación al ver aquellos pequeños textos, con muy diminutas letras en relieve —creo que en hebreo aunque ahora no lo puedo asegurar—, era la de reconocer el poder de las palabras, de los textos, en su capacidad para aumentar la cultura de los pueblos.
Pero otra sensación es: la capacidad y sensación de que los libros físicos en papel no pueden morir, pues la sensación de disponer, de “tener”, de poseer un libro, es superior incluso al poder que contiene en sus entrañas. Un libro está creado para ser poseído por su dueño como un objeto de que al contener cultura y poder, está hecho para ser un objeto de valor. Puede parecer que un libro electrónico es parecido, pero el hecho de no poderse tocar y poseer con la misma sensación, le resta un poder que sí tiene el libro en papel.
Poseer muchos libros electrónicos sin ocupar espacio y estar perdidos entre un mar de documentos, por muhco que uedan estar ordenados, les resta valor.
Uno puede disponer miles de ejemplares diferentes de libros electrónicos, pero no se garantiza que puedan subsistir diez años, veinte años, pues cambian los formatos con mucha más rapidez que en cualquier otro soporte y convertirse por ello en archivos incapaces de servir para ser leídos.