Encontré sus contundentes gritos en Zaragoza y me reencontré años después con ellos en Madrid.
Ni ellos me acosaban ni yo les perseguía.
Simplemente es que son tan contundentes estos gritos, que cada vez son más los que desean verlos en acción.
Son enormes, trascienden a una simple mirada, se dejan oír, machacan la vista antes que el oído.
Son gritos de furor, de queja, de mirada cabreada.
Son gritos nada vacíos, poco gratuitos; que lo sepan los que no saben escuchar.