Lo malo de escribir en estos tiempos es que no se lee. Se lee menos de lo que se escribe. Vamos todos a la caz del lector, buscando voluntarios que nos quieran leer sin perderlos como amigos, de buenas gentes que se metan en nuestras historias y se las crean. Son tiempos de consumo fácil, de imágenes, de textos con música, de párrafos cortos y muy medidos.
Es cierto que a cambio, se consumen cada vez más libros sesudos y novelas gordísimas de más de 600 páginas, tal vez para compensar lo que se paga por ellas. Es cierto también que si leer es un lujo, leer poesía que es corta y como una esencia de las palabras, es un milagro. Queremos leer poco pero no tan poco como la poesía. Somos raros y exigentes a partes iguales.
Así que la labor del escritor ahora no es solo la de escribir y corregir, tarea esta última tediosa y compleja, sino saber aguantar que estás escribiendo para que no te lean. Nos queda —siempre nos quedará— el placer de escribir por el placer. El gusto de gustarnos a nosotros mismos. Nadie nos debe quitar el lujo de ver nuestras ideas en forma de palabras, plasmadas en una hoja que luego nadie volverá a leer. Si mientras las hemos escrito hemos gozado nosotros, pues ya hemos cobrado el sueldo necesario para seguir vivos como esritores. Que no es poco.