En llegando a
los 50 años entramos en la incierta edad en se empieza a ver más personas
jóvenes por los lugares que frecuentamos que nosotros. Nos rodean, son
arrogantes y brutos, son peligrosos, simplemente tienen más vida.
Durante
décadas hemos vivido rodeados de personas mayores, de gentes que nos superaba
en edad y lo notábamos. Éramos el futuro. Pero llega un día en que miras a tu
alrededor y solo ves a jóvenes, a persona asquerosamente más jóvenes que tú.
No es que
fastidie, simplemente duele si te pilla con el paso cambiado. Piensas en un
primer momento que es casualidad, que bueno, sucede en este lugar y no en
otro…, bueno, si, en el trabajo también; y entre los vecinos, y…, mejor no
pensar.
Te empiezas a
dar cuenta que eres el pasado, que ya no serás nunca el futuro, que si, que
todavía puedes aportar muchas cosas pero que los que te rodean también y además
por más tiempo. Los ves más lozanos, más jóvenes, con otro brillo, más altos y
delgados, más guapos. Observas que algún día te dejan el asiento del autobús
aunque enseguida te niegas a tomar la gracia —maldita gracia— de ocupar un asiento
que no te pertenece. Luego observas que no siempre es así, que en la consulta
del médico todavía eres de los más jóvenes, que en los parques o mirando las
obras de tu barrio son muchos los que te superan. Y si te pones a pensar lo
estropeas todo. Sabes que ves peor, que te han cambiado de lugar muchos pelos
del cuerpo, que te cansas más, que algunas comidas se sientan mal, que el sexo
ya no era lo de antes, que algunas cosas te aburren, que esperas nietos para sentirte
más feliz.
Hay que
asumir que todos crecemos para luego menguar. Que vamos tomando años como el
que se toma unas cervezas, para engordar la barriga y acumular sabores. Es ley
de vida y hay que asumirla con gracias y calma. Por que además no tenemos otra,
hay que aceptar desde el positivismos que nos queda mucho por entregar, mucho
por pelear y también por disfrutar. Así que prohibido ponerse bobos.