Me enteré ayer de la muerte de José Luis Sampedro mientras gozaba de Córdoba. Mi hijo me llamó y cuando me dijo por teléfono que se había muerto San Pedro pensé en el Papa, lo juro; ¿qué San Pedro?, le pregunté. No me lo quería creer, aunque sus años de edad anunciaban lo inevitable desde hacía un tiempo largo, pero su pensamiento era vivo, actual, joven.
Estaba ensimismado con las puertas árabes del exterior de la mezquita de Córdoba y la información me paró en seco el pensamiento gozoso, para pasar a agradecerle a Sampedro donde estuviera, lo bien que supo explicar las pequeñas verdades de la economía abusadora.
Sus escritos son oasis, charcos de dulce agua en los desiertos de las mentiras. Cada vez estoy más convencido de que la edad le sienta muy bien a las ideas, tal vez por que representan otros tiempos más sencillos y humanos.
El humanismo de Sampedro es como una flor en la España jodida, una voz suave que sabe decir las verdades sin gritar ni levantar el tono. Le falto escribir sobre esta lucidez, este milagro. Conseguir que se le escuchara sin levantar la voz.