Cuando entramos en un Museo y vemos delante de nosotros la
obra pictórica de alguien que trabajó hace cinco siglos, deberíamos sentir un
escalofrío de agradecimiento.
Alguien, ajeno totalmente a que 500 años después se
lograría ver su trabajo, creo una visión posiblemente inventada, para alguien
que le pagaba para ello; sin poder imaginar que tras varios siglos, muchas
otras personas podrían observar su trabajo desde ópticas muy diversas.
Acudimos con artilugios inimaginables para aquel artista,
nos llevamos en una cajita de plástico la imagen de su trabajo para multiplicar
su visión entre gentes de todo el mundo, acudimos vestidos de ropas imposibles
y de pensamientos ajenas al mundo que el autor conocía. Todo le sorprendería al
autor de aquella obra que hoy vemos en el Museo.
Pero nosotros, los visitantes no sabemos casi nada de él, no
podemos imaginarnos su vida ni su ambiente a la vez que observamos su trabajo
terminado. Lo juzgamos desde “el hoy” sin valorar del todo que cada decisión se
tomó hace muchos siglos en otro contexto.
Esto mismo, todo esto, sirve también para cualquier decisión
que la vida nos entrega devuelta, unos años después. Analizarla con “el hoy” es casi bastardo. Se tomó “en el ayer”.