Ayer comí en un bufet japonés de esos que han proliferado como setas en otoño. Tenía algo curioso y es que en medio de la cocina abierta servían parrilla argentina.
Jope, me dije, estos son del Perú. Podía hincharme a sushi y terminar con unos chorizos criollos, una carrillera de cerdo a la parrilla o unas costillas de ternera con chimichurri.
Así que intenté rascar sobre la idea en busca de los motivos primeros de esa iniciativa. Y no me resultó complicado averiguarlo.
El dueño era un español, nada de japonés u oriental. Español que desde la puerta intentaba atrapar al comensal sin impertinencia pero informándoles de precios y servicios.
Y todos los que trabajaban en el comedor y cocina eran orientales inmigrantes contratados para el local. Todos menos uno que era argentino y se dedicaba a la parrilla.
Una mezcla casi explosiva, pensé. La decisión era del dueño que intentaba no perder clientes que buscaran carne en vez de pescado, pues le habían abierto un restaurante de parrilla brasileña a pocos metros. Y no están los tiempos para jugársela en una competencia normal.
También los españoles podemos competir contra los trabajos, ideas, iniciativas e inversiones chinas, a poco que nos pongamos a pensar. Todo esto sucedía en Zaragoza, no era Detroit.