En las zonas rurales, en las localidades menores todos los
no habituales somos sospechosos. Curiosamente allí todos ejercen la obligación
lógica de mirar y observar, de adivinar quien entra y sale, quien osa molestar
la calma organizada, quien no es del lugar. Incluso los gatos.
Se avisan, no sabemos cómo pero se avisan entre ellos y se
preguntan. Se lo comentan y se completan las historias. Se preocupan de que
quien entre en una vivienda sea el amigo del dueño o alguien con intenciones
prudentes. Más, en estos tiempos de ocupación violenta o con descontroles que
ellos mismos vigilan.
El lunes estaba con mi familia en casa de unos amigos que
nos habían prestado su vivienda en un pueblo del Alto Gállego. A través
de la ventana de la cocina vimos a un hombre pasear dos veces por delante de la
fachada. Nos estaba mirando.
Luego en el bar se nos acercó a saludarnos. Enseguida se dio
cuenta —nos dijo— que nosotros éramos buenas personas, enseguida. Y no por la
cara que teníamos. Los compinches —decía— no entran en las casas y dejan las
ventanas abiertas. No aparecen por los ventanucos de las cocinas. Nos reímos
mientras compartimos unos vasos de vino tinto con cacahuetes enteros. Nos habían
aprobado.