Hoy me he encontrado con una vieja conocida a la que hacía dos
décadas que no veía. Está igual, su misma voz, su misma figura, su pequeña cara
moderna, su vestimenta original, su peleona mirada, su diminuto proceder que
alza con una voz alta y ruidosa, su energía imposible de encauzar.
Esta mujer la conocía en la calle San Miguel de Zaragoza un día en que
hace casi 40 años yo vendía y ella compraba un piso familiar a la que esta amiga junto a su esposo
acudían a pagarme la compraventa en Ibercaja. La primera impresión fue brutal. Aquel día
aprendí que las primeras impresiones engañan lo mismo que las últimas. Conocía
al marido de una única visita a la vivienda y al ver al matrimonio pensé que algo no cuadraba
y que me iban a engañar por algún lugar que no había previsto.
Fueron exquisitos en la compraventa.
Curiosamente unos años después hice buena amistad con ellos
por motivos sociales y políticos y aquella mujer me demostró las enormes ganas
de trabajar por los más débiles que inundaban su diminuta voz. Estaba en todos
los ajos, sabía todo, engañaba con la voz de pito pues tenía soluciones e ideas
para cada problema que se planteaba por entonces en la educación pública de mi
entorno.
No quiero decir su nombre pues seguro que hoy sigue siendo
tan conocida o más que entonces, pues la energía no se la ha acabado. Al verla
me han entrado ganas de buscar un espejo y mirarme. ¿De verdad es posible que
yo haya cambiado tanto en estas décadas y ellas tan poco? La vida a veces es
cruel con las imágenes que proyectamos. Y sobre todo engañan a los que no somos
profesionales. Y un consejo. No se fíe nunca de la primera mirada, al menos mire media docena
de veces.