Somos tan desiguales que todos llegamos a creer que lo
normal es ser tan desiguales entre nosotros. Asumimos que si otras personas
tienen suerte o mala suerte es un asunto divino, admisible dentro de la
diversidad de la vida. Somos diferentes, pero además somos muy indiferentes a
los que nos rodean, lo que amplía las diferencias. Es Dios o es la suerte. Jodo
qué tranquilidad mental ¿no?
Las desigualdades nos llevan a entender sin parpadear que debe
haber pobres y ricos, gentes muy preparadas y personas sin preparación, ciudadanos
libres totales para gastar pero también esclavos de sus deudas y sus penas. Y
nos van (y nos vamos) acostumbrando a que esto sea así desde siempre y no
podemos torcerlo. Una clara manipulación para que comprendamos positivamente a
los que tienen buen presente, pensando que es el destino —que en parte sí lo es—,
y asumamos que quien no tiene futuro es también por cuestión del destino que
nadie puede modificar.
Pero las desigualdades aumentan por acción del hombre. En la
misma medida de que podrían disminuir por el trabajo de los hombres para
intentarlo. Aunque no queremos implicarnos en ayudar y preferimos escondemos
entre los barros del destino.
—Nos lo hemos ganado— pensamos cuando no somos pobres. ¿Qué
piensan los que no tienen casi nada?
Nosotros, el que escribe esto o lee aquello, tenemos suerte.
Más o menos suerte, pero suficiente. Hay tantos grados y tipos de pobreza que
pensar en no hacer nada es salvaje, es recordarnos como animales gregarios, que
intentan y desean que otros animales no tengan fuerza para defenderse y así
nosotros ser más fuertes aunque seamos débiles.
Seguimos siendo indiferentes para admitir que somos diferentes, pues nosotros, los que opinamos y leemos, somos de los diferentes elegidos por la suerte divina.