Ayer hablé con T. Está rota. Lo malo no es cómo está sino que no quiere estar mejor. No sabe estar mejor, que es una forma de encerrarse en el dolor, asentarse en los recuerdos y sufrir por él. Nadie nos obliga a llorar eternamente, nadie a tener que estar ya sufriendo en toda la vida como si en realidad quien se hubiera muerto es una misma. A veces, muchas más de las que creemos, quien de verdad muere es quien se queda vivo. El otro sólo viaja.
Ha pasado T de la euforia al abandono, de la voz alta a la vocecica, de exigir a mendigar compañía. Los amigos tendemos a rendirnos antes de ser necesario, pues nuestra capacidad de sufrimiento es mucho menor. Es menor y además no la queremos emplear. T quiere agotarse y no hacer caso, y en su caída no nos puede pillar pues los miedos son contagiosos. Participar de sus sueños es imposible. Los dolores no se comparten, si acaso se escuchan, se abrazan un rato, se miden y se hablan. Pero no se pueden regalar pues nadie los quiere.
La soledad es tan cabrona que tiende a expandirse sin mesura. Si la buscas sin querer, luego, no te la puedes quitar ni queriendo. Ayer hablé con T pero a los pocos segundos me rendí. Todavía no está madura para que escuche que el dolor hay que superarlo. Tras media hora hablando no logré avanzar nada. Sigue soñando con él, vivo por el hogar y hablando de sus cosas.