Ayer me caí como un sapo a la salida del Museo Reina Sofía, que es una forma muy poco artística de terminar la visita. Mi 1,77 y mis 95 kilos ayudaron a crear una imagen dantesca de una croqueta oscura y con sombrero que rodaba por los suelos sin motivo aparente. Mi rodilla derecha piensa ahora que maldita la gracia. Enseguida un presunto médico acudió en ayuda de mi esposa, pues intentar mover tamaña pieza es complejo. Era (y es) argentino, así que dudo que fuera médico sino más bien psicólogo por la ley de probabilidades. Yo intenté levantarme lentamente, que es como creo que hay que hacer en estos momentos, disfrutando de la caída y sin prisas para medir qué te has roto. Pero mi santa al revés, quería hacerlo raudo como para que no se notara mucho, algo imposible, ya digo, dado el tamaño de la pieza sobre el suelo.
Al levantarme y saludar al personal de la cafetería cercana con la mano izada como si yo fuera un torero recién pillado por el toro y que nos miraban buscando el motivo de aquella tontería, sólo se me ocurrió dada mi chulería, que sacudirme un poco el pantalón y ponerme bien el sombrero. Todo menos aparentar que mis dos rodillas estaban llorando. Sobre todo la derecha que luego y ya en la habitación pudimos observar que efectivamente había llorado sangre. Pero nada que no mereciera la visita al Reina Sofia, otra vez para seguir paladeando los Millares, Miró, Saura, Serrano, Palazuelo o Picasso con los que suelo cargar las pilas de vez en cuando.