Hay que ser sinceros y sospechar cuando menos que España no está al final de su ajuste económico por la crisis. Decirlo es estar poco informado o creer que el optimismo sirve para no estar peor. Volvemos a un año, este 2016, que será duro por diversos motivos, que parecen unirse para crear otra tormenta pequeña o grande, que ya lo iremos viendo, en nuestra economía débil.
Hay que asumir que ya no es posible perder tantos puestos de trabajo, simplemente porque ya no los hay y las empresas se han ido adaptando a un mercado laboral en precario que les permite no despedir, sino simplemente no contratar, no renovar. Los cotizantes siguen bajando masa total de cotización, luego la actividad sigue abaratándose perdiéndose y España camina hacia la nada, o mejor dicho hacia la pobreza social. No se ve la reactivación válida, que sirva para crear valor exportable ni para crear sociedad que camine hacia el futuro al menos en igualdad de posibilidades con sus vecinos europeos.
Es curiosa y mentirosa esa afirmación de que hay que abaratar los sueldos, cuando en los países de Europa de nuestro tamaño, los sueldos son mucho más altos, pero el índice de paro o desempleo es increíblemente diferente. Cobran mucho más, trabajan menos horas al año pero producen más y tienen mucho menos desempleo. Y la culpa se la echamos a los trabajadores y nunca a los dirigentes de las empresas que no están a la altura de lo que Europa y el mundo globalizado necesita, tanto en inversión como en organización. ¿De verdad los empresarios y los directivos españoles están en la misma formación que en el resto de Europa?
España ha perdido una generación de buenos profesionales, de jóvenes muy cualificados, de familias que no se crean el punto en el que se encuentra España. Este drama lo veremos en toda su crudeza en las dos próximas décadas, con independencia de la marcha de nuestra economía. Las emigraciones suelen volver cuando ya han formado poso, cascarón, ahorros. Cuando la edad permite buscar el descanso. España es un buen país para descansar pero en esta década es un mal país para emprender, para trabajar, para crear. El valor de los países y sus sociedades se mide de muchas formas. Ahora solo sabemos medir el PIB o la deuda o la Prima de Riesgo. No cuentan el número de sus habitantes, ni damos importancia a su formación global, su valor de emprendimiento, su capacidad de querer mejorar, de ser productivos, de creer en su trabajo, de respetar a su territorio. Y todo esto pasará factura. Es la generación de jóvenes mejor preparada, pero los mejores de estos se nos van. ¿Eso no es también otro factor de empobrecimiento?
Nunca hemos tenido una generación de políticos peores que los actuales. Sin visión de futuro, sin capacidad de hacerse respetar, sin ganas para creer en España, da lástima cuando no pena. Son meros gestores de comunidades de vecinos grandes. Los políticos nunca deben ser meros gestores, la democracia se funda para que los mejores creen país y sociedad, no para llevar las cuentas y las obras imprescindibles. Para eso sirve un contable, un economista, un administrador. Para dirigir sociedades se necesitan líderes con capacidad humanista, que se hagan respetar por su inteligencia y no por sus malas babas. Mal vamos.