El flamenco me parecía un españolismo recurrente cuando se quería remarcar una forma de sentir. Es decir, un error manipulable. España es mucho más variada que el flamenco. Pero en el segundo viaje por Andalucía me atraparon en un tablado de la escuela de flamenco joven de Sevilla (más o menos) y al ver y escuchar los distintos sentimientos a dos palmos de distancia, explicados lo suficiente para entender los motivos, a los que siendo de fuera somos de dentro, me cambió totalmente la percepción del arte del flamenco.
Sigo (casi) odiándolo en televisión, me parece un mal uso el mostrarlo como un icono, pero es una maravilla escucharlo en directo, sentir los golpes y los quejidos, los taconazos y el sentir, el dolor cuando toca o la fiesta cuando se tercia. Hay que escucharlo y verlo en la energía de los que empiezan y lo construyen desde el error, desde la normalidad natural. Es un arte natural que se construye en cada actuación.
Hoy junto al mar estaban simplemente tres jóvenes rasgando su guitarra, un cajón sencillo les acompañaba y con un simple palmeado o empleando cuatro pequeñas maderas de conglomerado y sin caja de resonancia, como diminuto tablado, se atrevían a construir todo un teatro de calle. Un lujo. Al final han sacado a una voluntaria acompañando unas alegrías de Cádiz como final de su diminuta actuación antes de recoger las monedas.
El marco junto al ayuntamiento de Donostia otro lujo, pero con el añadido de que veníamos de escuchar a una pareja de jóvenes argentinos (o uruguayos) rompiendo el amor despechado con ese dolor que sólo ellos saben retorcer. En cincuenta metros dos actuaciones para aplaudir que no gozaban de espónsores ni ayudas. Es la calle su teatro. Es el arte natural de los sentimientos regalados y mostrados.