Es un café, un simple café bien presentado aunque sus formas de leche bien espumada logren figuras sobre la taza. El café es una droga, pero buena pues no todas las drogas son malas. El trabajo también es bueno, a veces. Yo casi no tomaba café hasta hace ocho años. Ahora el café de las 11 es un sortilegio, una manía que no hay que saltarse, una necesidad. Da igual donde me encuentre, excepto por obligaciones casi imposibles de saltarme, el café de las 11 tiene que acompañarme, acompañarnos.
Un café hay que tomarlo en compañía. Un café es hablar, es compartir, es saborear la vida. Un café llama a otro café hasta convertirlo en droga buena. Ahora estoy practicando con el café de las 5 y aunque todavía no se me ha apoderado, ahí estamos ambos, el café y yo, haber quien es más fuerte de los dos. De momento gano, pero no por mucho. Como me haga un pa de guiños más, me vence y me derrumbo.
Hay cafés de muchas clases. Casi más que cervezas o vinos. Yo en casa mezclo leches, diversos tipos de café y formas de emulsionarlos, polvos diversos para originalizarlos, sacarinas, azúcares o miel. Pero el café de las 11 tiene que tener además su componente de repostería. Esto es secreto pues mi enfermera si se enterara me prohibiría la entrada a su consulta de revisión de la glucosa. Pero es que un café sin saltarse a la torera las normas, no es un café de verdad. Las drogas si las legalizaran ya no sería lo mismo. Por eso tomo repostería, para pecar.