El Duero se dejaba tocar. Pero sólo con las manos

El río Duero representa para mi el primer río que se deja tocar. No se parecía en nada al Ebro en el que me bañaba entre piedras gruesas tras el Puente de Hierro. Allí, en el EBro, además de quemarme manchaba mis pier de aguas embarradas entre piedras que te intentaban torcer. El Duero era más peligroso todavía, sólo se dejaba tocar con la mano, sus aguas eran más profundas por la Soria del final, y a lo sumo era lugar para pescar cangrejos con rateles cuando el verano venía con tiempos libres de los adultos, que era pocas veces pues tras la siega había que aventar y trillar.


Del Duero, en este mismo lugar de la imagen recuerdo sus orillas peligrosas para un crío, sus verdes cañitas delgadas que eran unas hierbas que se desmontaban, aquellos mosquitos de las ocho de la tarde y el sonido del agua, calmado y leve, para no asustar y así ser más sencillo atraparte. Recuerdo unos peces pequeños que nos comíamos muy fritos y alguna trucha de mil en mil, que se enseñaba a los vecinos. Si me remonto un poco más en los años recuerdo a las vacas que se acercaban a beber a los charcos y remansos.

Yo siempre preguntaba si había toros. Y siempre me decían que no, que sólo había vacas. Y así me quedaba mucho más tranquilo aunque aquellos bichos me triplicaran en altura. No me los dejaban tocar, mi padre sí pues había sido vaquero, pero me parecían mucho más honrados que los mosquitos, que sin dejarse tocar te acribillaban a granos dolorosos. Las vacas, pues no había toros, llevaban unos cencerros en el cuello para que nos alejáramos de ellos. Luego me dijeron que no, que era para que no se perdieran. Pero cuando yo ya era mayor. Nunca vi un toro pues entonces no sabía distinguir entre unos huevos bien puestos y unas tetas le leche.