Admitimos que hay varias escuelas, varios tipos de escuela. Bien. Y admitimos que ésta, la de ahora, en España, no está funcionando como debería. Mal pero bien. ¿Y por qué no cambiamos el tipo de escuela? Incluso cabría preguntarse…: ¿Y por qué no derribamos las escuelas? Es posible vivir sin escuelas, que no es vivir sin formación, sin educación suficiente. Es otra cosa, es vivir sin que una “escuela” planifique que controle con una acertada dirección única, lo que tenemos y lo que NO tenemos que aprender. Parece anarquismo, pero no lo es. Parecería contracultura y no lo es. O sí. Tampoco lo sé bien, o si lo sé me callo.
En mitad de los años 60 de aquella España con dictador yo tuve un maestro que se salía de las normas de la escuela pública ordenada. Un osado milagro. Lo tuve sólo un año y fué totalmente insuficiente pero lo perdí por cambio de domicilio. Se llamaba don Julio y hoy tendría más de 90 años (o los tendrá) y siendo yo un crío de 10 y 11 años me mostró que otra forma de aprender era posible en la antigua Universidad de Zaragoza convertido el edificio en colegio público para niños, hoy colegio Pedro de Luna, en el barrio de la Magdalena. Nunca le pude dar las gracias. Eran tiempos de nuevas escuelas, de ideas como las de Ivan Illich y Paulo Freire y sus posteriores secuaces como los españoles César Bona y Daniel Cassany, que todo se replantearon (y se replantean) para intentar la locura de cambiarlo.
Ahora hay varias escuelas en Zaragoza, en España, que son “diferentes”, y movimientos como “Las madres de día” que siguen analizando proyectos educativos diferentes. No se diferencian mucho entre ella, pero hay varias con suficiente entidad como para pensar que todo es posible. Y por ello cabe preguntarse si no es lógico analizar que unas estarán funcionando mejor que otras en la formación de grupos de jóvenes y niños, de cara a enfrentarse a su vida de adultos.
Porque hay que tener clara una cosa simple, nos educan para ser adultos, para tener una educación básica con la que enfrentarnos a una educación superior y luego a la vida. Así que es fácil medir los resultados. Comparar con otros procesos finales de otras sociedades y otros sistemas educativos. ¿Saben los niños españoles ser felices cuando son adultos? ¿saben defenderse ante la vida, ante el trabajo, ante su propia familia, ante los retos de convivencia? Lo de menos es saber raíces cuadradas o los Reyes Godos, lo que es más es saber enfrentarse a una entrevista laboral, a un director de banco, a tomar la decisión de emprender, a seguir formándose, a ser activo, a ser crítico, a amar el arte.
Enseñamos para que no aprendan, o lo que resulta parecido: Enseñamos para que los niños y jóvenes no tengan que ir en busca de lo que deben aprender. Decimos que enseñamos para que todos aprendan los mismo, y eso es cierto, pero aprender lo mismo no es la excelencia. ¿Aprender qué mismo? ¿cuanto mismo? Al ser humano al que enseñarle sobre todo a aprender.
A poner en valor los aprendizajes bien realizados, a equivocarse, a tropezar, a seguir explorando, a crecer desde su propia experiencia. Se aprende practicando, tocando, rompiendo, comparándose, peleando, perdiendo, volviendo a tocar, levantándose y volviendo a caer. Se aprende por uno mismo. Y si se nos enseña mal Dvorak, siempre odiaremos a Dvorak y a todo lo que se parezca. Si odiamos el Siglo de Oro o al Quijote, nunca desearemos leer, nunca pensaremos que escribir es interesante, que es posible ser como sociedad, un grupo de ciudadanos capaces de comerse lo que se platee.