Una de las cosas más desagradables de mi vida la tuve en septiembre de este 2016. Visité el Campo de Trabajo de Sachsenhausen en la localidad de Oranienburg, muy cerca de Berlín. La vista duró más de dos horas, lo suficientemente larga como para sufrir un poco. El guía era español pero llevaba viviendo varios años en Alemania, sabía bien qué debía decirnos y qué debía sólo dejar que lo intuyéramos nosotros. No es una visita agradable.
Ahora estoy leyendo algo más sobre aquella guerra, aquellos años, la barbarie de unos fanáticos que creyeron en la guerra como herramienta para limpiar. Recuerdo las celdas de castigo, la zona donde debió estar Largo Caballero, los crematorios de los últimos meses, la zona de los comedores. Recuerdo la “tierra de nadie” donde no se podía pisar. Y el suelo. Sí, el suelo.
Recuerdo que dentro de lo imposible quise imaginarme que aquellos mismos suelos habían sido pisados por personas rotas, sin libertad, sin dolor ya, sin esperanza de salir vivos.Que aquella hoja seca atrapada entre las alambradas, era un signo de dolor recordado.
Recuerdo también que recogí un pequeño trozo de una vieja grava pegada, sabiendo que era imposible que aquello hubiera sido pisado por nadie en los años 40, pero que para mi representaba en aquel momento esa sensación absurda de intentar sacar de aquel horror algo hacia el exterior, llevándome el negro del horror.
El ser humano puede dejar de ser humano. Cuando lo hace no se convierte en animal. ¡Ójala! Los animales no se matan por el placer de mirar como se mueren sus congéneres.