Nuestra capacidad para sorprendernos es ya casi nula. Todo entra dentro de lo que entendemos como habitual. Un tipo mata de un tiro en la cabeza al embajador ruso en Turquía en el momento en que iba a dirigirse a los medios de comunicación inaugurando una exposición fotográfica. El asesino grita unos lemas clarísimos, produce sin duda miedo y terror, y es reducido por la policía. El fotógrafo estaba allí. Parece una película de suspenso, de acción.
Nos volvemos duros sin querer, somos duros por obligación, estamos empezando a pronunciar unas palabras que no entendemos, cuando se nos cae en el salón de casa, delante de nuestra sopa de champiñones, un señor que dice ser ruso, y ya está muerto delante de todos nosotros. Se nos ha muerto en casa.
No lo conocíamos, seguiremos sin conocerle nunca. Pero lo hemos visto morir. ¿Y ese bolso rojo del rincón de quién es, tan bien puesto? Es el detalle de color que no ofrece la sangre que no es capaz ni de salir. Tendrá más miedo que nosotros o se habrá preguntado que para qué.