Las revoluciones tienen que ser épicas, incluso estéticamente bien montadas. Una revolución hermosa fue la de los claveles. Otras han tenido plazas, multitudes constantes, civiles con bolsas delante de los tanques o vendedores ambulantes que se incineran vivos.
Revisaba mentalmente la revolución de octubre en Cataluña y lo más épico que he encontrado es a dos Jordis encima de un coche de la Guardia Civil. Incluso las urnas del 1 de octubre eran grises. Podrían haber sido verdes, o naranjas, o blancas. Pero fueron grises.
Buscaba también a multitud de jóvenes catalanes reclamando su futuro, pero no los he encontrado. Los universitarios catalanes han decidido pasar de España y pensar que su futuro es Europa. Ha sido una revolución de abuelas golpeadas y de pueblos con silla de anea.
No ha sido una revolución del Mediterráneo y eso sí jode. Ha sido una revolución del interior, del campo contra el litoral, del pueblo contra la ciudad, de Gerona contra Barcelona. Ha sido una revolución corta, al menos en su primera fase, que ha jugado al despiste y se ha despistado.
Terminar el domingo tomando pinchos en Gerona para irse a Bélgica no es nada épico. Ni estético.