Nunca quiso la derecha que hubiera democracia en España

El poeta y escritor Manuel Rico ha publicado en Nueva Tribuna el artículo que os dejo a continuación, un texto largo que incide sobre los que hoy se dice de la Transición y la realidad que nadie quiere ver y que además nadie quiere o sabe rectificar.

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En los últimos años, a partir de la crisis económica y de sus efectos en precariedad, desempleo, recortes y desafección política (sobre todo en los más jóvenes y alrededor del 15M), se ha venido extendiendo, en ciertos sectores de la sociedad española, un diagnóstico errático que, más allá de la economía, se adentra en algunos déficits de nuestra democracia: el Valle de los Caídos y la permanencia del cadáver del dictador, la deficiente “depuración” de los aparatos judicial y policial heredados del franquismo, la impunidad de viejos torturadores, la permanencia de símbolos y alegatos franquistas en algunas calles, pueblos y ciudades, los obstáculos que encuentran las familias de los enterrados en cunetas y desaparecidos de la Guerra Civil y, sobre todo, de la posguerra para darles una tumba digna, y un largo etcétera. 


La responsabilidad última parecería estar en la “Santa Transición”, en el “apaño”, en la “bajada de pantalones”, en el “pacto por la continuidad del franquismo”

Si el gobierno de turno recorta en Sanidad o Educación o Dependencia, la culpa es de la Transición. 

Si un grupo de fascistas homenajea a Franco, la culpa, de la Transición. Si Villarejo filtra verdades a medias, falsas verdades y otra basura, la culpa es de la Transición… y de la monarquía “continuadora del franquismo”. 

Y si los sindicatos pactan con la patronal y con el gobierno medidas que no satisfacen a determinados sectores… la culpa, de la Transición.


A ese diagnóstico se ha venido a añadir, a partir del otoño de 2017, la ofensiva independentista por la “república catalana” y, a la vez, una oleada de invectivas contra la figura de Felipe VI (y contra la monarquía) por su discurso ante la declaración de independencia del Parlament (que, quizá con diferencia en los matices, habría hecho cualquier jefe de Estado, fuera rey o presidente republicano). 

Junto a ello, cabe considerar la recuperación del objetivo “tercera república” como necesario colofón a esa lógica. Todo ello como parte de una arremetida policéntrica (desde la extrema derecha hasta sectores “antisistema” de izquierdas) contra la Transición política, contra la Constitución del 1978 y, por derivación, contra quienes la protagonizaron: se eluden las causas del presente y se carga la “culpa” a quienes ya no actúan en el ámbito político en vez de buscar soluciones a los citados problemas y consensuarlas con el respaldo de amplias mayorías sociales.

La Transición no fue continuismo franquista sino todo lo contrario: fue la única vía de cambio posible en la concreta realidad de España entre 1973 y 1985. El continuismo fue el gobierno Arias Navarro, nombrado por Franco tras la muerte en atentado de Carrero Blanco

Se llamó “Espíritu del 12 de febrero” y fue una variante de la “democracia orgánica” sustentada en asociaciones, sin partidos ni sindicatos y sin quiebra de la legalidad franquista. Con aquel gobierno aumentó el número de presos políticos, se desarrolló el proceso 1001, hubo un brutal incremento de la represión con un considerable número de muertos y ETA comenzó a sistematizar su práctica terrorista. Eso fue el continuismo franquista y no otra cosa.

Bajo ese gobierno, desafiando la represión (Franco murió fusilando), la oposición clandestina política y sindical y, en parte, la tolerada (la demócrata cristiana y la liberal) llevó a cabo grandes movilizaciones que llegaron a alcanzar su punto álgido en el año 1976, con más de 2 millones de trabajadores en huelga, llegó a paralizar las universidades más importantes y a protagonizar manifestaciones masivas, casi siempre disueltas violentamente por la policía mientras ETA y el GRAPO dificultaban con sus acciones cualquier avance democrático

De la demanda laboral, vecinal o universitaria se pasaba al clamor “libertad, amnistía, estatuto de autonomía” hasta que la oleada democrática llegó a ser imparable. En paralelo se crearon tres instrumentos políticos que acabarían confluyendo: la Asamblea de Cataluña, la Junta Democrática y la Plataforma Democrática agruparon a toda la oposición realmente existente. Ese proceso, junto a la presión europea con motivo de los fusilamientos de septiembre del '75 y a la muerte de Franco, hizo caer al gobierno Arias-Fraga, cesado meses después por un Rey que comenzaba a sentir la presión popular y a advertir que el continuismo era una vía sin salida.

Cuando Suárez fue nombrado presidente, había en España más de mil presos políticos y en el horizonte no se apuntaba proceso constituyente alguno. Las fuerzas políticas seguían trabajando y organizándose en la clandestinidad y con “espacios de libertad” conquistados a muy altos costes, e impulsando movimientos sociales de todo orden cuyo objetivo era sólo uno: la conquista de las libertades. Fue esa presión, y la extensión de un sólido tejido democrático que iba de los periodistas a los colegios profesionales, sobre todo de abogados, del movimiento ciudadano o universitario a los colectivos de actores y profesionales de la cultura, pasando por la columna vertebral del movimiento, los sindicatos, y acabando en los familiares de los presos o en el naciente movimiento feminista. Todo ello en unos años en los que el terrorismo de ETA era una pesadilla diaria.

No hay más que revisar la prensa de la época para advertir que aquello nada tenía que ver con un juego o con un apaño. La España real fue emergiendo y fue abriendo grandes grietas en el muro del régimen. Aquel despliegue acabó forzando una situación cualitativamente nueva: ya era posible una salida basada en la reconciliación nacional, algo que demandaba la inmensa mayoría de la población. Una parte del aparato franquista comenzó a abandonarlo y quiénes venían del exilio, la clandestinidad, las cárceles o el silencio exigían un proyecto democrático sin exclusiones pero con la rotunda voluntad de “no volver a las andadas”.

Se trataba de ganar para la democracia a la mayoría y de aislar a los restos del franquismo. Santiago Carrillo al poco de ser liberado tras su detención (finales de 1976) vino a decir que la movilización social y política y ciudadana estaba abriendo la puerta de la democracia hasta el límite de sus fuerzas, que solo faltaba encontrar el gozne que la abriera del todo y que ese gozne podía ser el joven rey Juan Carlos.

Y lo fue al decidir, con Suárez, cruzar la línea y sumarse, frente a la presión militar (con una cúpula compuesta de generales que habían hecho la guerra), y a la de poderes fácticos aún poderosos, incrustados en el aparato estatal, al proyecto democrático. No había otra salida: no la había para un régimen agotado y agrietado y tampoco la había para una oposición que presionaba en la calle, en las fábricas, en las universidades, hasta el máximo de sus capacidades.

Pero había algo más: una sociedad harta de dictadura, profundamente marcada por el recuerdo de la guerra (la generación de nuestros padres) y que quería, ante todo, paz y democracia. 

La Constitución fue, así, la síntesis superadora de aquella contradicción. El dilema, entonces, no era monarquía o república sino dictadura o democracia, algo que entendió muy bien la ciudadanía. Y la Constitución cuajó, se consolidó con el respaldo de una sociedad que la hizo suya y a mi juicio (y a juicio de quienes venían del exilio republicano o de las cárceles de Franco), enlazó con la democracia que venía de la II República. Entre otras cosas porque fue legitimada por las fuerzas que la sobrevivieron y que la habían defendido en los años 30 y durante el franquismo.

El ruido de sables, los intentos de golpe (hubo cuatro en cinco años), no lo fueron contra el hipotético peligro de una república: lo fueron contra la Constitución del 78 y contra sus impulsores. No hay revoluciones puras del mismo modo que no hay cambios radicales sin “herencias”. 

La Transición fue una “reforma rupturada” o una “ruptura reformada” cuyo fruto, visto en perspectiva, es indiscutible: dio lugar a 40 años de una democracia homologable a la de los países más avanzados. Cuarenta de los cuarenta y siete que España ha vivido en democracia en toda su Historia. 

¿Cuál ha sido el problema en el tiempo que sucedió al '78 para que queden temas pendientes como los apuntados al principio, desde las cunetas hasta el Valle de los Caídos o la impunidad de viejos torturadores? No la Transición ni la forma de Estado, ni un supuesto pacto de silencio, aunque se actuó con cautela para desactivar las bases franquistas incrustadas en el ejército, la policía y la justicia. Es obvio que ese objetivo tardó en lograrse en su totalidad (aunque haya restos aún). Pero sí se consiguió (eso era lo esencial) muy pronto ponerlos al servicio de la democracia y del orden constitucional.

No es la Transición, reitero. ¿Entonces? Ha sido una derecha con un enorme peso sociológico y electoral, una derecha que a principios de los ochenta tuvo ante sí una doble posibilidad de desarrollo: la que representaba un Suárez decidido a ello y la que representaban los exministros franquistas, contrarios a la Constitución, que fueron el núcleo de AP (los “siete magníficos”) en 1977. 

De una UCD hegemónica se pasó a una UCD rota, con Suárez dimitido buscando afirmar su proyecto en el CDS y de una coalición trufada de franquistas pero minoritaria se pasó a una Alianza Popular hegemónica y crecientemente dominada por los sectores más derechistas y nostálgicos de la dictadura. Fraga y Aznar jugaron un papel fundamental en su consolidación y, de paso, en la pulverización de la opción claramente democrática, europeísta y con cierto contenido social que la UCD de Suárez empezó a representar. 

No es difícil entender por ello que la falta de avances en el desarrollo constitucional, de medidas de saneamiento del aparato del Estado o de restitución de la memoria histórica no haya que buscarla en el pacto del 78, sino en la correlación de fuerzas posterior: prácticamente la mitad de espectro político (es decir, de los electores) se han venido oponiendo (o aceptando a regañadientes) a cuantas medidas se llevaban a cabo para lograrlo. 

Incluso en los años de amplia hegemonía del PSOE, ése era un factor que pesaba como una losa en la conciencia de una sociedad que mantenía un apoyo de más de cinco millones de votos a AP y que generaba tibieza y dudas en la izquierda más moderada. Cada paso que la democracia ha dado siempre se ha encontrado con la oposición de esa derecha. 

El divorcio, el aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la Ley de Memoria Histórica, la remoción de los símbolos franquistas de pueblos y ciudades, la laicidad en las leyes educativas (o la aconfesionalidad), entre otras muchas iniciativas de profundización democrática nunca han tenido como obstáculo el jefe del Estado (que no tiene, al contrario de lo que ocurre con algunos presidentes de repúblicas, capacidad alguna de veto): siempre ha sido una derecha social y política representada por el PP, muy poderosa electoralmente, que ni siquiera ante la lacra del terrorismo (el de ETA y el del 11-M) ha puesto por delante el sentido de Estado y la responsabilidad colectiva.

No es la Transición: es la derecha.

La reflexión acerca de todo ello ayudaría a disipar frivolidades tan dramáticas como las de quienes se dedican a acusar a una de las generaciones más generosas y desinteresadas de la España contemporánea de los males, errores y carencias posteriores. 

Es como si los miembros de la generación a la que pertenezco (en 1977 yo tenía 25 años) nos hubiéramos dedicado a acusar a la de nuestros padres de la derrota de la República en la Guerra Civil y, por derivación, de la dictadura. No es la Transición: es una derecha que nunca ha roto los hilos que la unieron, en origen, con el franquismo. Al contrario que las derechas de países europeos con pasado dictatorial.