Ser una persona muy familiar tiene sus pros y sus contras. Depende también de cada forma de pensar y del grupo social y cultural al que se pertenece. Mi amor a la familia es incondicional y sobretodo en fechas señaladas no concibo estar sin ellos. Resulta complejo imaginarme un cumpleaños, una Navidad o un Dia de la Madre sin su calor cercano.
Mi familia me roba el sueño, y es tal el asunto (debería hacérmelo mirar, ya lo sé) que si me dan a elegir entre pasar una Nochevieja con amigos o con mis padres y mi hermano, me quedo en casa con ellos. Por eso me cuesta entender que haya familias despegadas —y me explico— familias que en Navidad no sean capaces ni de llamarse o de comprar un detalle que agrade a sus hij@s o a sus progenitores.
Puedo decir que las cuatro navidades que no comí con mi familia, sentía que me faltaba algo. Algo vital. Y, sí lo sé, esto es un arma de doble filo. Porque si un día la vida nos separa por circunstancias más que evidentes, será difícil de llevar para mí (es egoísta quizás pensar así ). Y también sé que me cierro yo la puerta de pasar momentos únicos con otra gente.
No concibo una Nochevieja con amigos, o solo con mi pareja. Me preocupo si algo les falta a la familia, si no estoy a la altura, si tosen dos veces seguidas. Y sé que lo tengo que superar, pero puñetas, no sé.
Todo esto tiene un nombre, APEGO, y me pasa también aunque en menor grado con esas personas que me hacen sentir bien, que son amistades por las que di y doy lo que puedo. A las que intento corresponder, aunque no todo a veces es correspondido como una espera. Estas personas, todas, la familia y esas amistades me han hecho sentir fuerte y salir a flote a veces sin saberlo. Y yo, sin todo eso soy mucho menos.
Laura Puente