La publicidad es comunicación, es disfrazar los discursos, los mensajes, para hacerlos más fáciles de digerir.
Suena a manipulación, pero es (perdón con las comparaciones publicitarias) más o menos lo mismo que hacemos a un pollo comprado en la tienda, entre ese momento y el de servirlo a la mesa. Le reforzamos el sabor y lo cocinamos, para poder digerirlo bien.
No es lo mismo decir que “los últimos datos macroeconómicos indican un cambio de tendencia” a difundir que “ya se ven broten verdes en la economía”.
No resulta igual decir “que estamos inmersos en una crisis económica del carajo” que avisar “hay una suave desaceleración en el consumo”.
No resulta igual de duro afirmar que “se van a realizar unos recortes que nos van a temblar las canillas” a proclamar que “se van a realizar unos ahorros en el gasto público tras el despilfarro de estos años”.
Es cuestión de cocinar, poner sal, algo de pimienta y echar la culpa del precio del pollo a los comerciantes que nos lo venden.
Si tenemos que “subir los impuestos” hablamos de “redistribución de las cargas impositivas” para entenderlo mucho menos y así no producir dolor.
Cuando hablamos de la diferentes fórmulas según territorios avisamos que “es un impacto asimétrico en la solidaridad”.
Como vemos, a veces se emplea la fórmula de aclarar el mensaje y otras de complicarlo hasta no entenderlo.
Es como cuando compras unas gambas pequeñas y las sirves con una salsa tailandesa para darles boato. En cambio los langostinos gordos y frescos con una pasada por la plancha con un golpe de sal es suficiente.
Todo es publicidad, incluso la manera de servir nuestros langostinos en la mesa de los invitados. Así que mucho cuidado con creernos lo que nos sirven, sin antes limpiarlo de salsa y de tropezones.