Modernizarte o te destrozan. No hay otra



Eligio tenía un kiosco de castañas asadas y caramelos en la mejor plaza de Barcelona. Pero en el peor rincón de esa plaza. Veía pasar todos los días a miles de personas, puede que a decenas de miles de personas a escasos cincuenta metros de su garito, pero por su zona castañera no pasaban más de cientos de despistados vecinos. Ninguno era turista. Le saludaban pero no le compraban. Mal negocio.

Su posición era mala pues no tenía comercios importantes cerca, sus calles aledañas que desembocaban en su esquina eran de barrios viejos y sin vecinos, y se sentía como en el culo de la plaza importante. Uno de esos lugares que existir existen, pero nadie pasa nunca a mirarlos. Sí, ser el culo es necesario, pero no agradable para los negocios.

Pero Eligio aguantaba allí pues era su vida, o mejor dicho, su modo de vida. llevaba más de 20 años pasando frío en la calle, pasando calor al sol del verano, intentando vender boniatos en una innovación de los últimos años cuando decidió meter nuevos productos en su línea de negocio, como las patatas asadas y los caramelos de palo. En todos los negocios, es modernizarse, crecer… o morir en el intento de sobrevivir.

Su mujer le decía a veces, cuando se cabreaba, que le habían dado el peor sitio del mundo en la mejor plaza de Barcelona, para castigarlo, por ser negro. Pero Eligio no era negro, era dorado, fuerte de color.

Él se sonreía, sonreía a su mujer y le decía con la cabeza que no, que aquello fue una concesión limpia y que eligieron ese lugar para su carrito de castañas por no haber cerca nada parecido y así daba vida a la esquina e incluso a la plaza. En el Ayuntamiento siempre vigilan por los vecinos —se decía— por lo mejor para la ciudad, y poner caramelos y castañas en la esquina era bueno, pues además los olores y los humos, allí en el culo de la plaza, no molestaban a los turistas finos.

Hace unas semanas que se había alegrado y con toda la razón. Enfrente mismo, cruzando 10 metros, estaban arreglando un local grande que había sido restaurante de toda la vida; y uno de sus pocos clientes le había dicho que iban a montar allí un negocio franquicia de algo importante. Una tienda de esas que atrapan, de las que se llenan de clientes sin saber a qué entran ni qué van a comprar. Pero los pillan con música estridente, con nombre americano y con novedades de plástico. Estaban preparando un sindiós, con luces en la fachada rodeando un enorme cartel luminosos de esos que están todo el día advirtiendo que es allí y no en otro sitio, a donde hay que entrar para ser feliz por cuatro perras.

Eligio enseguida pensó en modernizar su kiosko de golosinas, era el momento deseado, el que llevaba años esperando, y pintarlo de verde pistacho o… no… verde manzana mejor, para que se viera desde lejos, y ponerse unas estanterías nuevas más útiles, y ponerle nombre a su puesto callejero.

No sé: “Casa Eligio” por ejemplo. No. Mejor “CastaChuches” o puesto a decir cosas bonitas se podría atrever con: “Añas”, productos de importación. ¿Añas…? ¿Y no lo confundirán con uñas? Tengo tiempo —pensó para sus adentros— confundirme en el nombre es hundirme.

Enseguida pensó también en subir los precios. Era un kiosko muy barato, y así no hay negocio. Las bolsas de patatas fritas, las pequeñas, hay que subirlas pues son lo que más se vende. No sé, al menos una mitad más, se dijo. Y las castañas ni te digo, de hecho, hay que buscar un recambio para el verano. Las castañas y las patatas asadas son de temporada. Y en el verano será cuando más clientes pasarán por esta esquina que ya no será el culo de la plaza.

¿Y ahora? —se dijo— en donde pondrán el culo de la plaza?

—Helados, sí, una heladería kiosko en la mejor plaza de Barcelona, si, es una muy buena idea, van a pasar miles y miles de personas, será tremendo, helados, chuches, patatas, uff… tendré que coger a una persona para que me ayude. En invierno castañas para que me den calor, y en verano helados de los baratos para que me refresquen la cabeza.

Eligio se fue a casa pensando en cómo ampliar su negocio sin molestar al Ayuntamiento. No sería fácil crecer, pues la concesión era clara, un kiosco de castañas en el invierno y una tienda de chuches en verano. Punto. Le permitían mezclar ambos servicios, pero sabía que o castañas, boniatos y patatas asadas, o patatas de bolsa y a lo sumo caramelos y nunca a granel. Pero era lo uno o lo otro. Le dejaban mezclar pues en el Ayuntamiento eran buena gente y a veces miraban hacia otro lado. Tampoco voy a hundir a nadie se decía Eligio, por vender media docena de bolsas de patatas a la semana.

Pero aun así pensó en acercarse al Ayuntamiento para hablarlo con alguien. Para informarse y no cometer equivocaciones en su inversión. Igual cambiaba también el tipo de iluminación para dotarle de más luz, que se viera de lejos, pues ahora en invierno no sé, quedaba como con poca chicha, floja, apagada, poco estridente.

— Lo urgente era pintarlo, eso sí, y si me dejaran, darle un poco más de altura para que se viera desde lejos —divagaba Eligio desde su interior silencioso— y con el tiempo comprarme una pequeña caravana e instalarme allí a modo de tienda fija y no con este garito kiosco, que parece de otro siglo. Algo más estático, más de plástico y no de metal oxidado y ya muy quemado.

A la mañana siguiente se enteró del desastre, despertó del sueño ante la mala suerte que siempre le vienen a los pobres.

Un camión de basura de los grandes, de esos del propio Ayuntamiento, nada sabe bien cómo, por qué, el caso es que dio un volantazo sin motivo y se fue a estrellar contra el kiosko de castañas. Por no quedar no quedaron ni los ganchos en donde sujetaba los papeles de envolver las castañas. Nadie se explicaba qué había sucedido.


Julio Puente Mateo